Drogado, el terror lo invadió cuando vio el rostro
tatuado del sacerdote y el deformado del rey maya. Cuando el condenado casi moría, el sacerdote
clavó el cuchillo de piedra y extrajo el exhausto corazón. La mano del rey se
lo quitó y, reverencialmente, evitó que lo arrojara a la pira de las ofrendas. Asimismo, estaba desconcertado por la furia de
la gente, y con el brazo firme le señaló el lejano templo del sol. En la cima
de aquella pirámide hallaría la respuesta cuando en su cumbre, al mediodía, se
posara el sol. Al enviado le cortó también la cabeza para que le obedeciera e
hizo salir el cuerpo por el acceso secreto
de la casa de ofrendas. Su destino estaba lejos y parecía girar.
Para calmar los ánimos de la multitud, el rey adornó
la fachada con una nueva capa de yeso blanco que calcinó con los últimos restos
de leña.
La turba estaba enfurecida y destrozaba a los
sacrificados. Los más necesitados, con enojo y sin vergüenza, recurrían al
canibalismo para sobrevivir. El cuerpo, sin cabeza ni corazón, corrió llevado
por el viento. Corrió más rápido que el mejor guerrero, más rápido que las aves
y más rápido que su dios, la serpiente alada. Sus pies montaron la epopeya, se
hicieron uno con los giros y deseó lo que ya no tenía para alcanzar su lejano
destino.
La pirámide rendía su espera a la órbita anual del
planeta como una cuna. En ella descubriría las respuestas a las preguntas del
rey a cuyo paso todo era devastación. La muerte de lo vegetal había provocado
un éxodo de la gente común, de los artesanos, de los comerciantes que los
atendían y de los burócratas que sobraron.
La ciudad, intacta, se fue vaciando ante un rey
perplejo. Solo veía a los más pobres y desesperados, mientras prosperaban los
yeseros, quienes calcinaban el mineral.
Aún atesoraba en sus manos la cabeza y el corazón
del enviado. Sintió la respuesta en el mismo momento que éste alcanzaba la cima
de la pirámide del sol. No le había pedido más y le devolvió sus partes,
enviándoselas entre los dientes y las garras de un yaguareté. Al saberse
completo, supo que el rey había abandonado la ciudad con el pecado ecológico de
la quema de leña para la fabricación de yeso. Con solo irse él, los habitantes
lo imitaron, pues no tenían razones para permanecer en tan inicuo lugar.
Así, los reyes mayas fueron desapareciendo y la
nación murió.
Sin embargo, tras tres mil años, algunos han pagado
su deuda, y el prisionero, rebosante de jungla, espera que el sol corone la
pirámide en cada equinoccio.
Carlos Caro 03/09/17
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