miércoles, 24 de enero de 2018

Equinoccio



Drogado, el terror lo invadió cuando vio el rostro tatuado del sacerdote y el deformado del rey maya.  Cuando el condenado casi moría, el sacerdote clavó el cuchillo de piedra y extrajo el exhausto corazón. La mano del rey se lo quitó y, reverencialmente, evitó que lo arrojara a la pira de las ofrendas.  Asimismo, estaba desconcertado por la furia de la gente, y con el brazo firme le señaló el lejano templo del sol. En la cima de aquella pirámide hallaría la respuesta cuando en su cumbre, al mediodía, se posara el sol. Al enviado le cortó también la cabeza para que le obedeciera e hizo salir el cuerpo por el acceso secreto  de la casa de ofrendas. Su destino estaba lejos y parecía girar.
Para calmar los ánimos de la multitud, el rey adornó la fachada con una nueva capa de yeso blanco que calcinó con los últimos restos de leña.
La turba estaba enfurecida y destrozaba a los sacrificados. Los más necesitados, con enojo y sin vergüenza, recurrían al canibalismo para sobrevivir. El cuerpo, sin cabeza ni corazón, corrió llevado por el viento. Corrió más rápido que el mejor guerrero, más rápido que las aves y más rápido que su dios, la serpiente alada. Sus pies montaron la epopeya, se hicieron uno con los giros y deseó lo que ya no tenía para alcanzar su lejano destino.
La pirámide rendía su espera a la órbita anual del planeta como una cuna. En ella descubriría las respuestas a las preguntas del rey a cuyo paso todo era devastación. La muerte de lo vegetal había provocado un éxodo de la gente común, de los artesanos, de los comerciantes que los atendían y de los burócratas que sobraron.
La ciudad, intacta, se fue vaciando ante un rey perplejo. Solo veía a los más pobres y desesperados, mientras prosperaban los yeseros, quienes calcinaban el mineral.
Aún atesoraba en sus manos la cabeza y el corazón del enviado. Sintió la respuesta en el mismo momento que éste alcanzaba la cima de la pirámide del sol. No le había pedido más y le devolvió sus partes, enviándoselas entre los dientes y las garras de un yaguareté. Al saberse completo, supo que el rey había abandonado la ciudad con el pecado ecológico de la quema de leña para la fabricación de yeso. Con solo irse él, los habitantes lo imitaron, pues no tenían razones para permanecer en tan inicuo lugar.
Así, los reyes mayas fueron desapareciendo y la nación murió.
Sin embargo, tras tres mil años, algunos han pagado su deuda, y el prisionero, rebosante de jungla, espera que el sol corone la pirámide en cada equinoccio.

Carlos Caro              03/09/17

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