jueves, 12 de enero de 2017

Leyenda guaraní





El hombre criado en la selva cree que el palo borracho  representa el organismo de una mujer cuyo cuerpo se fue formando en tres períodos de vida: la juventud, en la que el árbol muestra su tronco con la esbeltez para embriagar a los pretendientes; el de la plenitud, en el que el mismo expone las formas de la mujer en todo su vigor espiritual y físico, y el de la vejez, en la que el árbol exhibe las formas maduras de la matrona reposada que se convierte en madre y protege a la prole.

Cuentan los guaraníes que un joven apuesto destacaba de sus compañeros por su tamaño, valentía y buen corazón. La comunidad entera lo quería y lo amaba sin celos como a un hermano mayor. También festejaba los dones con que regresaba de cada incursión a su hábitat, la selva. Al emigrar desde el río Negro, la tribu había dejado de luchar con otras por un monoteísmo cuyo dios, omnipresente, era bondadoso y no necesitaba de fuerza para ser adorado  (a veces era un trueno lejano, pero nunca si éste traía desgracias).

Un día tormentoso, que aún hoy se recuerda, no regresó y,  aunque esperaron que las partidas de rescate lo encontraran, no hubo suerte ni rastros. Hasta superaron el miedo atávico y, al llorar en grupo, le pidieron en la entrada de la cueva al felino Yaguareté que si él lo necesitaba como alimento, le proveerían el que hiciera falta para recuperarlo.
No hubo respuesta entonces ni nunca y es por eso que los vientos de tormenta parecen murmurar su nombre al batir de alas de un zopilote o el pasar de las hormigas soldado.
La princesa Anahí, que era la más bella y su prometida, lo lloró de noche y de día. Tanto fue su dolor que sus cabellos negros encanecieron como si hubieran pasado años y la locura estalló en su alma. Una noche, mientras llovía, se adentró en la espesura y desde entonces se escucharon sus gritos de agonía por la muerte de su corazón que ya no late en su pecho sino que rueda y rueda entre la hojarasca en busca de su querer. Sin embargo, el paso del tiempo todo lo puede y volvieron los sonidos normales: la lluvia, el sol que agrieta, tucanes, perezosos y monos tití y en los ríos: la anaconda verde, el caimán negro y la rana de vidrio. También, los cazadores trajeron una nueva leyenda.
En un extraño claro surcado por un arroyo que, aunque cubierto, refleja la Luna, han crecido dos nuevos árboles. En primavera, uno da flores blancas como la pureza de Anahí, y el otro, flores amarronadas como los ojos de aquel joven. Tienen una gran copa que danza al intercambiar sus semillas y muestran la herencia de sus padres, pues son blancas en el centro con el borde amarronado alrededor e inspiraron a esa bandera primigenia que los representa en media América, la Whilpala. A la que defienden con sus espinas que los años han transformado en enormes pinchos cónicos.
Bajo esa Luna, en la voz baja y ronca de los enamorados, apenas les alcanzan los treinta y tres símbolos de su lengua para cantar el amor que exigen sus corazones en esa eterna vida vejetal.

Carlos Caro
Paraná, 8 de enero de 2017
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